Norman R. F. Maier, psicólogo, realizó hace años un interesante experimento.
Colgó dos largas cuerdas del techo de una sala llena de toda clase
de herramientas, objetos y muebles. La separación entre las cuerdas era tal
que, si se sujetaba el extremo de una, era imposible alcanzar la otra. A todos
los que entraban en la sala se les hacía la misma pregunta: ¿Cuántas formas de
atar los extremos de las dos cuerdas puedes imaginar?
El
problema tiene cuatro soluciones posibles: una, estirar una de las cuerdas lo
más posible hacia la otra, atarla a una silla u otro objeto similar y, a continuación,
ir a por la segunda cuerda; otra es atar un cable alargador u otro objeto largo
al extremo de una de las cuerdas de modo que llegue hasta la otra; una tercera estrategia
consiste en agarrar una cuerda con la mano y usar un palo suficientemente largo
para alcanzar la otra.
Maier observó que casi todo el mundo descubría estas tres soluciones enseguida. Pero la cuarta solución sólo se les ocurrió a unos pocos. Los demás no sabían qué respuesta dar.
Maier les dejó dar vueltas al asunto durante diez minutos y luego, sin decir palabra, cruzó la sala hacia una de las ventanas y rozó como por casualidad una de las cuerdas, que empezó a oscilar.
A la vista de eso, casi todos exclamaron de repente: ¡Ajá!, y propusieron la solución (¿te imaginas ya cuál es?).
Lo relevante del asunto es que cuando Maier les pidió que describiesen cómo se les había ocurrido, sólo una persona dio el motivo correcto. Los demás no sabían explicar cómo habían dado con la solución.
Conclusión: tenemos una tendencia excesiva a dar explicaciones de cosas para las que en realidad no tenemos ninguna explicación.
Eso es el pensamiento intuitivo.
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