Leo una breve noticia en un periódico económico que ensalza a una mujer que está poniendo en marcha un proyecto, que el rotativo califica de fascinante, que yo mismo tuve en mente hace más de dos lustros y que al final no emprendí.
Situaciones como estas se producen con mucha frecuencia en el mundo de la innovación.
Elías Howe, por poner un caso, inventó la primera máquina de coser. Como no pudo vender su idea, viajó a Inglaterra en 1846 y trató de venderla allí.
No lo consiguió. Tras su vuelta a Estados Unidos se encontró con que Isaac Singer se había adueñado de la patente y estaba haciendo un gran negocio.
Es verdad que finalmente Singer debió pagar a Howe una cantidad de dinero (insignificante) por cada máquina vendida. Pero también es cierto que el nombre que hoy la gente asociamos a las máquinas de coser es Singer y no Howe.
La utilidad práctica es más importante que la idea creativa.
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