Muchos
apasionados de la creatividad defienden que las mejores ideas siempre han
surgido de la conversación entre disciplinas remotas. Efectivamente, las mejores
ideas la mayoría de ocasiones no tienen que ver con un rapto de ingenio sino
con una larguísima cadena de acontecimientos y, sobre todo, con la colaboración
entre muchos personajes que ni siquiera se conocen.
El método se denomina “de conexiones
improbables” (long-zoom
approach to history) y es más evidente si se analizan
algunos de los innumerables casos que se han producido a lo largo de la
historia. Ello nos ayuda a entender la mecánica de la innovación.
Por ejemplo, examinemos cómo la venta de
gafas se revolucionó por la invención de la imprenta. En efecto, del desierto libio a las estanterías de libros, la
relación entre el descubrimiento del vidrio en aquel territorio y la historia
de la literatura están más ligadas de lo que parece.
Desde
las arenas de Libia, la sustancia se condujo hasta el Imperio Romano. Ya en
1204 un grupo de fabricantes de vidrio turcos se instalaron en Venecia, pero
los fuegos que empleaban para crear ornamentos de cristal solían incendiar sus
casas de madera, por ello fueron destinados a la Isla de Murano (una especie de
Silicon Valley del cristal, donde se revolucionaron las técnicas gracias a la
cooperación).
Los
monjes comenzaron a emplear vidrios como lupas para leer los textos que
estudiaban. En el norte de Italia se crearon las roidi da ogli (discos
para los ojos), las primeras gafas tal y como las conocemos. En aquella época
la gente tenía los mismos problemas con la vista que ahora (o más), pero las
hipermetropías todavía no interferían en su día a día. Hasta que la imprenta de
tipos móviles de Gutenberg entró en escena en la década de los cuarenta del
siglo XV.
Es
del todo evidente que la revolución Gutenberg abarató los libros y empezó a
democratizar el conocimiento, pero además revolucionó también la industria de
los anteojos: hasta ese momento eran inaccesibles, un símbolo de estatus, pero
se empezaron a buscar vías para abaratarlos. Esas nuevas ideas reorientaron
todo el conocimiento: si alguien no hubiera descubierto esos cristales en
Libia, el Renacimiento podría haberse demorado muchísimo más.
Hoy
a todos nos parece obvio el caldo de cultivo de la colaboración en los centros
tecnológicos actuales como Silicon Valley, pero desde siempre las mejores ideas
han surgido de la conversación entre disciplinas remotas.
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