Si te paras a pensar realmente no escogemos nuestra lengua, ni nuestra religión, ni nuestros valores
morales, ni nuestras creencias; todo ello ya estaba ahí cuando nacimos.
Tampoco tuvimos la oportunidad de elegir qué creer y qué no creer. Ni
siquiera elegimos nuestro propio nombre. Al proceso de construcción de
todo nuestro sistema de creencias lo podemos denominar ‘domesticación’.
Es precisamente en ese
proceso donde se crean ‘el juez interior’ y también la víctima’ que todos
llevamos dentro.
Esta domesticación es tan poderosa que llega un momento de
nuestra vida en que ya no necesitamos que nadie nos domestique. En ese
momento, debido a nuestro sistema de creencias ya sólidamente instaurado, nos domesticamos nosotros solos. Nos castigamos y nos recompensamos según las reglas de ese
sistema de creencias que, desde luego, ya no cuestionamos.
Nuestro mayor miedo es estar
vivos, arriesgarnos a vivir, correr el riesgo de estar vivos y expresar
lo que realmente somosn y lo que verdaderamente pensamos. Hemos aprendido a vivir intentando satisfacer la
exigencias de otras personas, por miedo a no ser aceptados y de no ser
suficientemente buenos.
Luchamos en definitiva para ser cómo debemos ser para que los
demás nos acepten.
En este contexto, no es extraño que la creatividad lo tenga difícil.
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